León ya no fue el mismo de antes

En medio del tiroteo
MONTSERRAT PALACIOS/Ruth Meza /Juana Crespo /Francisco Véjar
NOTA PUBLICADA: 9/20/2009 A.M.

TOMAN SICARIOS LA CIUDAD POR ASALTO

Aquel 19 de septiembre, a las dos de la tarde, Mauricio circulaba por el parque Hidalgo en la patrulla 464, cuando por el radio escuchó un reporte de emergencia: un convoy de varias camionetas con hombres armados se dirigían a León, por la carretera que comunica con San Francisco del Rincón.

El policía, de 24 años, y su oficial de Primera se dirigieron a toda velocidad al sitio del reporte. Antes de llegar, escucharon por el radio que la persecución había iniciado en San Diego de la Unión, en Jalisco, y que en esa población y en San Francisco del Rincón ya se habían suscitado enfrentamientos con la Policía.

Otro reporte alertaba a todas las unidades que el convoy estaba por entrar a León.

“¡Manden apoyo!”, “¡Requerimos de apoyo!”, gritaban por el radio sus compañeros de otras patrullas.

Cuando Mauricio por fin llegó al cruce del bulevar Juan José Torres Landa y la calle Eucalipto, en la colonia de ‘El Guaje’, vio decenas de patrullas que a toda velocidad se dirigían a la salida a San Francisco del Rincón.

“Las unidades iban y venían, reportaban las camionetas sospechosas y los hombres armados, pero no sabíamos cuáles eran. Le dije a mi compañero que si les cerrábamos el paso o qué hacíamos” contó el agente.

La patrulla 464 se cruzó al camellón. En sentido contrario se atravesó en la calle y ahí se quedó, mientras decenas de patrullas iban y venían, dispuestas a enfrentar al convoy que estaba por arribar a León.

En ese desconcierto de unidades, una camioneta Yukon gris sin placas, en la que viajaban tres hombres armados, cruzó el bulevar Torres Landa a toda velocidad.

Después de una persecución de más de 30 kilómetros que había iniciado en los límites de Jalisco con Guanajuato, los sicarios frenaron su loca carrera al chocar con un autobús de la ruta 15 del transporte urbano.

“El (chofer) de la ruta 15 se bajó bien enojado, pero cuando vio que eran hombres armados, se volvió a subir al camión, aceleró y se fue”, contó un testigo.

Los automovilistas no sabían qué pasaba. Los vehículos de los sicarios se confundían con el intenso tráfico.

“No sabías quienes eran los buenos o quiénes los malos, todos se parecían, iban en camionetas sin logotipos y armados; vestían pantalón de mezclilla, usaban chalecos antibalas, gorras y traían las armas” contó otro testigo.

De la camioneta Yukon bajaron tres pistoleros, empuñando sus armas. Uno de ellos se paró en medio de la calle y con su cuerno de chivo apuntando hacia los policías, los retó a enfrentarlos.

“¡Déjense venir, cabrones, tírenle!”

Mauricio y su oficial de primera se colocaron detrás de la patrulla 464; uno de los agentes se escudó en la llanta trasera y otro en el cofre. Encararon al sicario y comenzaron a dispararle.

“Se abrió de manos y se golpeó el pecho. Traía un arma AK-47, de las conocidas como ‘cuerno de chivo’”, recordó uno de los policías que lo enfrentó. “Gritó hacia donde estábamos y comenzó a disparar, no se protegió con nada, fue entonces cuando supimos que eran ellos”.

Entonces se desataron los balazos. Llegaron más policías a enfrentar a los pistoleros y la patrulla 464 quedó en medio del tiroteo.

Los sicarios estaban rodeados. Disparaban desesperados a todas direcciones, intentando escapar.

En el fuego cruzado, uno de los sicarios quedó gravemente lesionado y ya no se levantó.

Mauricio estaba detrás de uno de los rines cuando una bala zumbó por un lado de su cuerpo y decidió moverse un poco.

“Cuando sentí que una bala pasó a mi lado, me moví. Fue cuando sentí un golpe en la espinilla derecha. En ese momento no me dolió, no sabía que era una bala”, dijo el policía.

El tiroteo continuaba y Mauricio seguía disparando. De pronto sintió que un líquido escurría por su pie. Volteó a verse, se subió el pantalón y supo que se trataba de una bala que tenía incrustada en la pierna a la altura de la espinilla.

“¡Ya me dieron, me dieron!”, gritó a su compañero.

“Fue entonces cuando sentí miedo, porque pensé que vendrían hasta donde estábamos nosotros, no sabía qué iba a pasar, lo único que quería era que ya me sacaran de ahí”.

El policía estaba herido, tirado a un lado de su patrulla, en medio del tiroteo. Quería salir del lugar y de manera desesperada subió de nuevo a la patrulla. Intentó prenderla para irse junto con su oficial, pero el vehículo ya no encendió.

Los sicarios que ya los tenían en la mira dispararon contra ellos. Fue cuando estrellaron las ventanillas y el parabrisas de la patrulla. Los oficiales se bajaron y corrieron a resguardarse entre los vehículos estacionados afuera de los locales comerciales.

Lesionado, Mauricio permaneció en el piso. No hablaba, no gritaba, no pedía auxilio. Sólo sostenía su pierna con los dos brazos y hacía muecas de dolor. Minutos después fue trasladado en un vehículo particular a una clínica.

En el trayecto llamó a su familia para informarles lo que le había pasado. Al llegar a la clínica fue llevado a la sala de urgencias, le descubrieron la pierna y los médicos empezaron a trabajar. Incrédulos, en ese momento se enteraban de la violencia que había tomado por asalto a su ciudad.

EL REFUGIO: EL BAÑO DE LA GASOLINERA

La camioneta Yukon se detuvo frente a la gasolinera, y del vehículo bajaron tres sicarios. Uno de ellos tomó como rehén al conductor de una grúa, empuñando su cuerno de chivo. José Trinidad, empleado de la estación de gasolina, veía sorprendido la escena.

“Vi que unas patrullas se pararon enfrente de la tienda y luego la Yukon que venía perseguida por otros policías”, recordó.

“Venía saliendo cuando una señora llega a la gasolinera pidiendo que llamaran a una ambulancia porque había heridos. En esos momentos entró en shock nervioso”.

Los disparos comenzaron a escucharse. José Trinidad tomó a la señora y la empujó a uno de los baños, en donde ambos se ocultaron.

“La puerta la dejamos abierta para que no pensaran los policías que éramos sicarios. La señora lloraba y yo estaba temblando”.

Durante 20 minutos, José Trinidad y la mujer estuvieron escondidos en los baños.

“La señora me decía: ‘Asómese joven, creo que ya se acabó’ pero no le hice caso y en cuanto nos agachamos, escuché un golpe. Era el balazo y no podía cerrar la puerta porque iban a pensar que yo era sicario y que tenía a la señora como rehén”.

Cuando el empleado se asomó, vio que los sicarios cambiaban los cartuchos para seguir el tiroteo. José Trinidad aprovechó para salir con la señora del baño y casi a rastras se refugiaron en otro cuarto de la gasolinera, en donde estaban sus demás compañeros.

Luego llegaron policías preventivos y con señas le preguntaron si había un sicario infiltrado. También con señas, José Trinidad respondió que no había delincuentes, sólo empleados y clientes escondidos.

Los policías subieron a la planta alta de la gasolinera en donde se ocultaban los empleados administrativos.

La gerente de la gasolinera, de nombre Mónica, entró en crisis cuando los agentes revisaban el lugar. Dudaba si se trataba de empleados, de policías o de sicarios.

Cuando volvió la calma, José Trinidad fue a una panadería a comprar bolillos para el susto de sus compañeros.

“Se siente mucha tensión, nos preguntábamos: ¿Y si nos toca? Ya tengo un seguro médico que saqué hace poco para por lo menos dejarle algo a mi esposa para el gasto por si me pasara otra cosa”, platicó el joven empleado.

“Desde ese día no trabajamos a gusto, escuchamos patrullas y pensamos que puede haber otra balacera, pero yo decidí seguir trabajando aquí. Otros prefirieron renunciar”.

Como recuerdo de aquella balacera, José Trinidad guarda en su cartera una ojiva junto a un escapulario. Además, colgó en su cuello una medalla de San Ignacio de Loyola, su santo protector.

¡BAJEN LAS CORTINAS, A ESCONDERSE DETRÁS DEL MOSTRADOR!

El lugar donde ocurrió la balacera es una zona comercial e industrial. Hay tenerías, ferreterías, venta de auto partes, tiendas de abarrotes, paleterías, peluquerías, expendios de comida…

Todos los comerciantes fueron testigos del tiroteo. Algunos quedaron en medio del fuego cruzado. Es el caso de María, quien aquel día estaba sola en su local. Primero vio pasar decenas de patrullas a toda velocidad. Extrañada, se asomó a la calle. Todavía no salía por completo cuando dos mujeres aterradas llegaron corriendo.

“Venían llorando, me dijeron ciérrele por favor, ciérrele señora y se metieron corriendo. Escuché los balazos y lo que yo hice fue bajar la cortina y las tres nos encerramos”, contó María.

No sabía lo que sucedía. Alcanzó a ver hombres armados en la calle, por lo que después de bajar la cortina corrió a ocultarse detrás del mostrador. Y de ahí no se movió. Se puso de rodillas en el piso, colocó su cabeza entre sus piernas y con sus manos cubrió su cabeza.

Mientras tanto, las dos mujeres se escondieron detrás de un muro de piedra y gritaban aterradas que iban a morir.

“Yo me asusté mucho porque no sabía lo que estaba pasando, sólo las veía y hablando por teléfono decían que se iban a morir, a mi me empezaron a llamar mis familiares y fue cuando me di cuenta de lo que pasaba”, contó la mujer.

Juan y su nieta Coco, de 16 años, estaban en su puesto de camarones en la esquina del bulevar Torres Landa y la calle Eucalipto, casi frente a la gasolinera donde ocurrió el enfrentamiento, y también atestiguaron el ataque.

“Vimos cuando se detuvieron los policías aquí enfrente, los de la camioneta se bajaron y se empezaron a agarrar a balazos. Lo primero que hicimos fue correr adentro de la ferretería y dejamos todo aquí afuera”, relató Coco.

Los comerciantes se pusieron a salvo. Se encerraron con otras quince personas y no salieron hasta que todo terminó. Ese día le robaron al comerciante una bicicleta y dos kilos de camarones.

Luis, su hijo y su esposa también vivieron aquel día de terror. Cuando escucharon las ráfagas, bajaron las cortinas de su negocio.

“No sé cómo le hice, pero volteado agarré la cortina y la bajé, no sé de dónde salieron las demás personas, pero para cuando le bajé aquí adentro ya estaba lleno”, contó Luis.

Todos los que se ocultaron en el local se quedaron quietos, en silencio, excepto dos jovencitas que entraron en pánico. Sus gritos hicieron temblar a los demás.

La angustia se acentuó cuando un hombre tocó en la cortina del local. Les gritó que le dieran un pedazo de franela. Nadie respondió. Nadie se atrevía a abrir o a decir algo.

Finalmente, Luis –el dueño del local- decidió abrir, resguardado por unos diez hombres que estaban agazapados frente al acceso. Las mujeres y los niños se ocultaban en la parte trasera y detrás de los mostradores.

“No sabíamos si eran los Policías o los sicarios, pero corté un pedazo grande de franela. Entre todos los hombres levantamos la cortina, aventamos la franela hacia fuera y con las fuerzas de todos, volvimos a cerrarla”, relató.

Ahora cuenta el suceso con una sonrisa, burlándose de lo que hicieron aquel día.

Lucía, dueña de otra tienda, estaba sentada detrás del mostrador cuando inició el tiroteo. En un instante se levantó y eso la salvó de morir: una bala perdida atravesó el cristal del mostrador y pegó justo donde ella solía sentarse.

LOS BALAZOS, HASTA LA COCINA

José estaba en la cocina de su casa, preparando una salsa, cuando empezaron a sonar los balazos.

El tiroteo ocurría justo afuera de su casa, en la colonia Las Huertas, y algunas de las balas entraron a la vivienda y dejaron orificios en puertas, paredes, en el techo y rompieron un espejo.

La esposa de José alcanzó a sentir que pedazos de tierra cayeron sobre su hombro. Al voltear la vista hacia arriba, se dio cuenta que una bala había pegado en una de las paredes.

José gritó a su esposa y a su nieto que se escondieran en la cocina. Justo a tiempo, porque los proyectiles se multiplicaron en el interior de la casa, destrozando vidrios y penetrando una cortina metálica.

“Afuera, lo que más se escuchaba eran los gritos de la gente y de los policías, pero nosotros ni nos asomamos, siempre estuvimos escondidos”.

Cuando los disparos cesaron, José salió de la cocina y entonces se percató de los daños sufridos.

Su carro estaba estacionado detrás de la cortina metálica por donde ingresaron cinco balas, y una de ellas logró romper uno de los cristales, perforar una puerta de la habitación contigua, y estrellarse en un espejo.

Todavía hoy –un año después- siguen visibles los agujeros que dejaron los balazos en la cortina, en la puerta y en un espejo.

“De momento da la impresión y miedo de que les fuera a pasar algo a ellos (esposa y nieto) por eso les dije que se metieran a la cocina, y luego me comuniqué con mis hijos para que supieran que estábamos bien”, recordó don José.

La paz de su colonia se hizo trizas aquel día. “Antes jugábamos en las calles sin ningún problema, ahora yo la verdad ya le pienso en salir”.

UN SICARIO LLEGA AL HOSPITAL Y AMENAZA CON DISPARAR

Cuando uno de los policías lesionados recibía atención médica en una clínica en San Miguel, los médicos reportaron que un grupo de sicarios había ido a buscar a sus compañeros.

El temor era que los sicarios fueran a rematar a los agentes que intervinieron en la balacera.

Cuando corrió el rumor del arribo de los sicarios, hubo un caos en el hospital. Se cerraron las instalaciones, la gente corría despavorida, algunos se tiraban al suelo, asustados, tratando de ocultarse. Hasta los médicos y las enfermeras habían entrado en pánico.

A la clínica llegó un hombre vestido con pantalón tipo militar con camuflaje y playera blanca; con un arma AK-47 y una herida en la pierna. Violento, se dirigió a las enfermeras y les preguntó si en el lugar había personas o policías lesionados por la balacera que minutos antes había ocurrido en la salida a San Francisco del Rincón.

Uno de los médicos, tranquilo, le informó que ahí no había ninguna persona herida por el tiroteo.

Pero el sicario, inconforme con la respuesta, entró a los cuartos y buscó entre los enfermos.

Cuando uno de los agentes lesionados escuchó la voz del hombre gritando, pensó que lo iban a rematar; se escondió debajo de una cama de urgencias. Con el dedo índice suplicó a todos los pacientes que guardaran silencio, que no lo fueran a delatar.

“Sentí que la sangre se me bajaba. Una señora me veía con cara de terror. Yo me escondí en un rincón y les decía que no hablaran, pensé que en cualquier momento entrarían y me matarían”, contó el agente.

El sicario salió de la sala de urgencias, gritando, empuñando su cuerno de chivo. Luego se perdió su voz. El pistolero abandonó el hospital.

Minutos más tarde, una enfermera entró a la habitación, lo buscó con la mirada y le dijo que lo estaban buscando. Pensó que el sicario había regresado y que lo había localizado. Ya no había nada qué hacer. Sintió morir. Pero quien lo buscaba no era el pistolero, sino sus compañeros del Grupo Especial Táctico que habían llegado a resguardar la clínica.

En el transcurso de la tarde y de la noche circularon rumores de que los sicarios volverían al hospital. Pero se trató de falsas alarmas. La calma retornó al hospital

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