UN NUEVO PAPA

El Papa va por la fe perdida

Benedicto XVI busca dar un nuevo impulso a su Iglesia en un país donde la separación religión-Estado es muy drástica

  •  Sáb, 13/09/2008 – 06:40
 

Juan Pablo II tuvo una relación muy cercana con Francia. Como joven obispo polaco, vino al Hexágono para estudiar la experiencia de los curas obreros, que le fascinaba. Atraído por la pérdida de la fe en un país de mártires, de misioneros y santos, volvió en siete ocasiones, el país más visitado por él después de Polonia. Desde su primer viaje en 1980 a París, la distancia saltó a los ojos entre la “hija mayor”, convertida en la bella durmiente de la Iglesia católica, y el Papa de cultura eslava, heraldo de un catolicismo popular y tradicional.

Fue necesaria la proyección internacional de Juan Pablo para que la corriente fluyera entre él y una nación escéptica. En cuanto a Benedicto XVI, él tiene una relación más intelectual que afectuosa con Francia.

También francófono y francófilo, pero más cercano a un Pablo VI moldeado por la cultura francesa que a un Juan Pablo II alimentado más bien por la cultura alemana. Conoce a sus autores (Claudel, Mauriac, Bernanos, Péguy), cuenta en Francia con redes intelectuales, se sirve de tribunas tan prestigiosas como la catedral de Notre Dame en París, la Sorbona, la Academia de las Ciencias Morales y Políticas de la cual es miembro asociado.

La elección que hizo —además del pasaje obligado a Lourdes— de recibir en París, este viernes, a 700 intelectuales no deja lugar a dudas sobre el sentido de su primer viaje: interpela a Francia sobre la crisis de la fe en una cultura secularizada.

El papa es poco conocido, incomprendido, como dice el “vaticanista” de La Croix, y la comparación será inevitable con su predecesor. Se opondrá el Profeta al Doctor. El profeta Juan Pablo II, capaz de hablar al mundo en voz alta, de contribuir a la caída del comunismo, de fustigar la lógica de clase del capitalismo, de tender la mano a las otras religiones. Sus exequias siguen en la memoria colectiva: ataúd en la misma losa, liturgia desnuda, letanía de los jefes de Estado, de dignatarios religiosos, de pobres y de intelectuales.

El doctor de la fe es Joseph Ratzinger, sin duda una tarea más árida la suya. Este hombre estudió, enseñó, leyó los autores más difíciles, escribió abundantemente, dio conferencias, corrigió a los teólogos. Convertido en Papa, no hizo concesiones a su naturaleza profunda: el pudor, la timidez, la reserva.

Lo que no significa laxismo ni debilidad y no excluye la ingenuidad del profesor, obligado a retractarse después de su discurso de Ratisbonne que inflamó al mundo musulmán [referido al supuesto vínculo entre el islam “y el mal”], o el de la ciudad de Aparecida en Brasil, donde declaró que “la evangelización de América no supuso, en ningún momento, una alienación de las culturas precolombinas”.

Tres años después de su elección, Benedicto XVI ha encontrado su lugar y lo maneja con una libertad enternecedora: no una mala copia del original Juan Pablo II, sino un Papa que hace lo que sabe hacer, decir lo que tiene que decir, administrar su tiempo con parsimonia (tiene 81 años), renunciando a ambiciones desmesuradas como la reforma de la Curia. Juan Pablo II le dio “visibilidad” al catolicismo. Habiéndose alejado la sombra tutelar, Benedicto XVI ha restablecido el ejercicio de su función en “lo esencial”. Él gobierna sin estrategia de comunicación, vigila la unidad y enseña la fe, como lo muestran sus “catequesis” muy concurridas cada miércoles en la plaza de San Pedro.

Esta libertad se expresa en la frecuencia menor de sus viajes y sus escritos. Desde octubre de 2006, él dijo que su misión no era “promulgar” nuevos documentos, sino de lograr que los de su predecesor sean “asimilados”. Sus primeros viajes a su Alemania natal y a la Polonia de su predecesor fueron ejemplo de ello.

En Estados Unidos y Brasil fueron saludados por Iglesias en crisis, una golpeada por el escándalo de los curas paidófilos, la otra por la competencia del movimiento evangélico. Su reciente desplazamiento a Sydney (Australia) fue parte del ejercicio impuesto por las Jornadas Mundiales de la Juventud.

El Papa ya no abusa de las encíclicas que, según la tradición romana, son “cartas” dictadas por una situación apremiante. Prefiere obras más personales, como el Jesús de Nazareth, firmado por Joseph Ratzinger-Benedicto XVI, cuyo éxito desencadenó una tempestad: “Es la primera vez en la historia del papado que un pontífice divulga en el espacio público una obra que no está marcada con el sello de su magisterio, escribe el autor Philippe Levillain.

Esta libertad que reivindica para sí mismo, Benedicto XVI la atribuye a su entorno cercano, al aplicar una “diarquía” que tiene muy pocos precedentes en la cima de la Iglesia católica. En el caso del Papa, la predicación y los grandes asuntos como la reconciliación de los católicos tradicionalistas y el relanzamiento del diálogo con la ortodoxia rusa o con China.

En cuanto al número dos, el secretario de Estado Tarcisio Bertone, la diplomacia, la gestión de la Curia, los viajes al exterior, los encuentros con los líderes políticos y religiosos o grupos de fieles que Benedicto XVI ya no recibe. Llamado en Roma el “vicepapa”, el cardenal Bertone “monta a menudo al frente”, escribe Isabelle de Gaulmyn.

La primera visita como papa Benedicto XVI al Hexágono se anuncia difícil, porque la Iglesia de Francia está, como se dice en Roma, al borde del “desmoronamiento”. Porque es en Francia donde la presión de los católicos integristas es la más fuerte.

Porque el país sigue atravesado por los sobresaltos “laicistas”. Pero, como en el caso de Juan Pablo II, los estereotipos podrían quedar atrás, por poco que Francia aprenda a conocer a este Papa intelectual, claro, y de una libertad desconcertante.

© Le Monde

Henri Tincq • París
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